Él vivía en la casa donde se guardaba el coche,
cobraba la pensión y siempre estaba sentado en la calle,
con los mismos pantalones acampanados, botines,
camisa de cuello ancho, mirada pérdida
y caminar deforme,
todos los días sin excepción el mismo alcohólico y cojo.
Era el ejemplo perfecto de una vida desperdiciada,
el que todas las madres usan
para hacerte ir a la escuela,
conseguir un buen empleo.
Más de una vez mi madre me dijo:
¿quieres terminar como Berna
y ser un don nadie?
borracho a las ocho de la mañana
que te deje tu esposa,
ser un mantenido y no tener amigos,
arrastrar la pierna derecha
con las manos y el hígado derruido,
tener los ojos vidriosos y mala dicción.
Lo que realmente Berna causaba en mí
era un enorme miedo,
y por eso lo evitaba cuando lo veía,
y cruzaba la calle
y trataba de no verlo,
pero siempre estaba ahí,
recargado en el portón
de camino de mi casa a la escuela,
de mi casa a los parques,
a la casa de la abuela,
de mi casa al resto de la ciudad,
al resto del mundo,
siempre ahí atemorizándome,
recordándome que a la vuelta de cualquier error
iba a estar él, iba a estar yo y el fracaso.
Hoy la casa de Berna ya no es pensión,
construyeron una tienda.
Berna sigue ahí,
mirando a la calle desde una silla de ruedas,
ya no le tengo miedo.
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